lunes, 3 de febrero de 2020

La Dolce Vita



"Questa festa non deve finire più"

“Así que dije, inventemos episodios, no nos preocupemos por ahora por la lógica o la narrativa. Tenemos que hacer una estatua, romperla y recomponer las piezas. O mejor aún, ensayar una descomposición a la manera de Picasso. El cine es narrativo en un sentido del siglo XIX: ahora tratemos de hacer algo diferente” 

Pedía Fellini a sus guionistas, entre los que incluyó a Pier Paolo Pasolini, aún sin figurar en los créditos. Ambos ya habían colaborado antes en Le notti di Cabiria. La Dolce Vita es un puzzle, un conjunto de secuencias unidas entre sí, episodios cosidos por un Mastroianni tan inmenso como inaccesible detrás de sus eternas gafas de sol. Mastroianni fue una apuesta de Fellini, una exigencia que le salió muy cara. El productor era Dino De Laurentiis y quería a Paul Newman en el papel protagonista. Fellini quería una cara corriente, sin personalidad. Quería a Mastroianni, quien aceptó enseguida. Eso supuso la ruptura definitiva con De Laurentiis, que se llevó su dinero, claro. Fellini continuó con el proyecto tal y como lo había diseñado, cediendo parte de sus futuras ganancias. Acertó en su apuesta.

                      Mastroianni como Marcello Rubini

El guión arrancó en 1958, y lo que en principio iba a ser una prolongación de I Vitelloni donde el protagonista (Moraldo) llegaba a Roma para convertirse en periodista, fue evolucionando hasta dar vida a Marcello Rubini, periodista de societé y play boy.
La Dolce Vita es un magnífico retrato de la decadente, disoluta y borracha alta sociedad romana de los años cincuenta. En aquella década Italia salía de la posguerra y el neorealismo fue el movimiento que se encargó de narrar las dificultades de la sociedad más vulnerable.
Mientras, y al igual que haría España luego, Italia decidió alquilar a precios muy competitivos  los estudios de Cinecittà (creados durante el fascismo). Hollywood llevó sus superproducciones al Tíber, con todo el atrezzo que eso conllevaba. Actores, divas y estrafalarios acompañantes llenaron las calles de una Roma provinciana buscando la diversión más frívola, desbordada en excesos, alcohol y alguna bofetada con la vieja Europa de fondo. La propia Anita Ekberg se había zambullido ya en la Fontana di Trevi en 1958 en compañía del fotógrafo italiano Pierluigi Praturlon y de ese fotorreportaje nació la idea de la famosa escena que ha mitificado la película. Estrellas, chismes, glamour y alborotos: una modernidad para la época que atraía y escandalizaba a partes iguales. Todo un circo, en realidad. Y nadie mejor que Fellini para inmortalizar circos.

   Anita Ekberg y Pierluigi Praturlon, 1958

En La Dolce Vita Marcello es periodista, y escritor. Se gana la vida persiguiendo a ricos y famosos por Via Veneto, acompañándolos a fiestas nocturnas de lo más extravagantes para conseguir la ansiada exclusiva. No sabe bien el espectador qué forma parte de su trabajo y qué de su diversión. Probablemente no lo sabe ni el propio Marcello, que se deja llevar por ese frívolo ocio nocturno de manera inevitable. Pero lejos de convertirlo en un canalla sin escrúpulos, Fellini nos lo muestra en todas sus dimensiones humanas. Marcello no puede desprenderse de su realidad, su parte menos onírica, incluso sentimental, con una humanidad y calidez que reconforta al espectador. Fellini usa personajes simples y complejos a la vez que influyen decisivamente en Marcello. Emma, su novia devota y sentimentaloide a la que encuentra insufrible pero a la que vuelve siempre  pese a haberse desquiciado ella definitivamente a causa de él. 
Su amigo Steiner es un personaje fundamental para la historia. Pensado en un principio para Henry Fonda, finalmente es interpretado por Alain Cuny y representa esa vida intelectual, artística a la vez bohemia y familiar. Aunque reconocen no verse muy a menudo Marcello siente una gran admiración por Steiner. Su muerte (se pega un tiro después de asfixiar a sus dos hijos)  transtorna a Marcello definitivamente: se aleja de todo sentimentalismo y se presta a lo más descarado, vacío y amoral. En ese momento la acción se muda de Roma a la playa y Marcello se viste de blanco, dejando el elegante negro en Via Veneto.

                                                 Escena final de La Dolce Vita


De todo el filme, resalto dos escenas que me han parecido bellísimas tanto en su lenguaje visual como en su aspecto narrativo.
La primera es la escena en que Marcello comparte coche con Maddalena, una rica heredera interpretada magníficamente por Anouk Aimée. Ella encarna a la perfección a una mujer débil, hastiada de todo, voluble y autocondenada a no lograr jamás la felicidad.  Ambos se confiesan insatisfechos de la vida. Marcello parece haberse hecho a esta frustración, Maddalena no. Y lo sobrelleva con sexo sin ataduras. Más adelante, en el castillo, confiesa estar enamorada de él pero se lo dice usando los ecos de las habitaciones. Marcello la corresponde, pero sus deseos y sus ansias se quedan en el vacío. Se aman de una manera intangible. Curioso que Fellini la eligiera como esposa de Guido en Otto e mezzo, perpetuando la frustración.

                                                                             Anouk Aimée como Maddalena


El episodio del padre y el cabaret es otra maravilla de la película. Fellini conecta otra vez a Marcello con el espectador con una secuencia rebosante en ternura y melancolía. El padre de Marcello acude a Roma en busca de una noche de juerga y excesos e invita a su hijo y a Paparazzo a un viejo cabaret (al que él solía acudir en su juventud). Allí hace su aparición Fanny, la bailarina, interpretada deliciosamente por Magali Noël, la que trece años después sería la inolvidable Gradisca en Amarcord. Otra vez las mujeres, mujeres del pasado y presente que aparecen y desaparecen siempre reprochando la fanfarronería y el poco compromiso de Marcello.


                                                                    Magali Noël como Fanny 

La Dolce Vita se estrenó en 1960 y fue un éxito de crítica. Se llevó, además, la Palma de Oro en el festival de Cannes, sin embargo desató un alud de críticas y condenas por parte de la Iglesia Católica y los sectores más conservadores hasta el punto que le cambiaron el nombre por Schifosa vita (vida asquerosa). En España, por ejemplo, no se estrenaría hasta 1980.
Fellini nunca lo comprendió, defendía que él solo mostraba la realidad de una sociedad atrevida, indolente y decrépita, y tocada de muerte porque ese estilo de vida no tardaría en entrar en declive. La fiesta romana tocaba a su fin y la beautiful people se iba con la música a otra parte.
La Dolce Vita marca una diferencia con sus anteriores filmes (La Strada y Le Notte di Cabiria) dotando al film de una gran modernidad para le época y alejándose para siempre de los tintes más neorrealistas. En mi opinión aún se entiende mejor Otto e mezzo después de haber visto La Dolce Vita. Es una antesala perfecta de lo que sería la obra cumbre de Fellini, una obra maestra del lenguaje cinematográfico y visual. Y nadie mejor que Mastroianni para encumbrar a Fellini. Que Nino Rota me perdone.

Este año se cumplen 100 años del nacimiento del director de Rimini. Se proyectan retrospectivas en filmotecas, hay programas especiales en la radio y muchos y variados artículos en prensa sobre su figura, su obra y su legado. He leído hace no mucho que Fellini no dejó herederos. Herencia no lo sé, influencias muchas y de calidad. Pero no puedo evitar pensar que en la cabeza de Sorrentino, Marcello conseguía terminar su novela ganando un merecido éxito y dedicándose a vivir la noche romana, frívola y decadente el resto de sus días. Buscando quizás, la gran belleza.