“Una película difícil. Muy difícil. Y con episodios. No haga nunca una película en episodios, porque se pueden eliminar algunos [...] La película me gustaba, pero la estropearon." (Conversaciones con Billy Wilder, Cameron Crowe, 2000)
No ha sido fácil escribir esta reseña desde el contenido, que es como suelo escribirlas. No hay mucho escrito sobre ella, quizá por el propio rechazo de Wilder o también por la poca épica que acarreó esta enésima recreación del famoso detective. Y sin embargo pienso que The private life of Sherlock Holmes (1970) no debería pasar por una obra menor o desdeñable dentro de su ejemplar filmografía, sino más bien por conseguir contagiarnos de su holmesiana admiración en una más que notable película de aventuras.
Billy Wilder dirigiendo a Robert Stephens y Colin Blakely |
Robert Stephens y Colin Blakely como Sherlock Holmes y John H. Watson |
Robert Stephens fue eminentemente un actor de teatro. Miembro de la
compañía inglesa Royal National Theatre, su paso por el cine podría
considerarse anecdótico. Cuenta Billy Wilder en sus entrevistas con Crowe que
estuvo encantado de trabajar con él. Lo consideraba un actor prodigioso y
culto, que además cumplía a la perfección con el ideal de Sherlock Holmes que
tenía Wilder. Tuvieron que parar el rodaje un tiempo debido al intento de
suicidio de Stephens, quien siempre arrastró problemas con el alcohol y rumores
de una supuesta homosexualidad (o más bien bisexualidad).
En lo que a la trama se refiere la película tiene una primera parte en la
que se presentan ambos personajes mediante una delirante situación acaecida en
la ópera de Londres. Madame Petrova, la primera bailarina del ballet ruso,
propone a Sherlock Holmes que sea el padre de su hijo para procurarse así un
heredero que posea el físico de ella y la inteligencia del famoso detective.
Holmes consigue zafarse de este embrollo con un mordaz truco que dejamos que
descubra el futuro espectador. En la trama principal, Watson y Holmes deberán indagar
en la desaparación de un importante ingeniero, la mujer del cual aparece
amnésica en Baker Street tras ser rescatada del Támesis. Gabrielle Valladon,
pues, se une a ellos en una investigación que les llevará desde Londres hasta
el mismísimo lago Ness.
El guión lo firman el propio Wilder y su fiel colaborador I. A. L. Diamond
y es otro ejemplo de su fructífera carrera juntos. Ácido y burlón, como ya nos
tenían acostumbrados en anteriores trabajos como El apartamento o Irma la
dulce (o las que la cabeza de cada uno quiera colocar en su propio
pedestal), deja perlas satíricas como la brillante aparición de la reina
Victoria, invitada de honor en la inauguración de una nueva arma de guerra
inglesa. Pero aquí lo destacable (y lo que a mí personalmente me chifla) es la
carga melodramática que Wilder impone sobre un personaje en el que poco se
había ahondado en lo relativo a estos temas. Hasta Watson se pregunta si ha
habido mujeres en la vida de Holmes. ¿Qué sabemos de sus gustos? ¿Qué opinión
tiene del sexo? ¿Qué papel tienen las mujeres, más allá de la odiosa señora
Hudson? No desvelaré yo estos secretos, ya que ni el mismo Wilder los descifra.
Claro está que él lo hace a propósito y nos brinda la oportunidad de figurarnos
qué ocurrió (o quizá lo que no ocurrió) entre Holmes y la señora Valladon. Como
bien aprendió de Lubitsch, en ocasiones se cuenta más con lo que no se dice.
Gabrielle Valladon y Sherlock Holmes en un fotograma del filme |
En lo técnico me gustaría detenerme en dos aspectos que creo la embellecen
aún más: la cinematografía y la música.
La fotografía corrió a cargo de un británico, Christopher Challis, quién se
formó como operador de cámara en los filmes de Michael Powell y Emeric
Pressburger. Así pues, no es de extrañar su predilección por el color, eligiendo
rodar en DeLuxe Color (Panavision) esta magnífica cinta. Por su personal trato
del color, Martin Scorsese lo considera un indispensable dentro del panorama
cinematográfico británico.
En lo que se refiere a la música, Wilder no tuvo dudas y se la encargó a
otro íntimo colaborador: el compositor húngaro Miklós Rózsa, quién firmó con él
un total de cinco bandas sonoras. Pero en este caso Rózsa no creó una pieza
original sino que adaptó una célebre composición suya, un concierto para violín
Op.24 en el que había estado trabajando desde su juventud. En mi opinión, a parte
de bellísima, la melodía principal tiene un peso importante en la ejecución del
filme, ayudando a construir al personaje y a la vez dotándolo de un carisma
algo más sentimental. Un acierto total.
He escrito esta reseña con el deseo de rescatar esta película y darle la
merecida importancia que me gustaría que tuviera. Porque pese al desastroso
arregle que sufrió, no acepto considerarla una obra menor del que fue uno de
los más grandes creadores de historias del siglo XX.
“Era una película muy bien
hecha. Era la película más elegante que he rodado. Yo no ruedo películas
elegantes. Vincente Minnelli, él sí que hacía películas elegantes.”
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